La vi tan concentrada. Tan desvalida. Y también segura de sí misma, ausente del mundo.
Me senté casi enfrente de ella, en una mesa grande. Saqué mi portátil y comencé a trastear en el correo electrónico y en mi blog. Estábamos en la sala infantil de la biblioteca municipal, un lugar con mucho ruido, donde acuden los alumnos de secundaria que hacen como que estudian (“Es que aquí se puede hablar”, me dijo uno cuando le pregunté por qué no se iban a otra sala).
La veía por encima de la pantalla y comencé a observarla. Tendría unos 50 años, pelo corto oscuro y mal cortado. Ropa limpia y anodina, puesta sin pensar. Hace no mucho tiempo debió ser bella; lo era aún seguramente.
Estaba allí, en un espacio pensado para niños, mordiendo la punta del lápiz, con aparato en los dientes, como una adolescente. Y una expresión absolutamente concentrada, ajena a todos, contando con los dedos, perdida en dificilísimas operaciones matemáticas. Me asomé más aún: con letra infantil se distribuían pulcramente unas multiplicaciones que ella intentaba resolver en las hojas cuadriculadas de una libreta.
En la mesa de enfrente, algunos adolescentes copiaban de libros; supuestamente, elaboraban un trabajo. Más allá, otros reían sin pudor, ajenos a ella y a los ritos y conductas que una biblioteca exige.
La mujer seguía calculando. Pasó casi una hora. Desprecié a los jóvenes que había a mi alrededor; también desprecié la insignificancia de mis quehaceres.
No le dije nada. ¿Cómo mostrar con palabras el infinito respeto que me inspiraba?
Me senté casi enfrente de ella, en una mesa grande. Saqué mi portátil y comencé a trastear en el correo electrónico y en mi blog. Estábamos en la sala infantil de la biblioteca municipal, un lugar con mucho ruido, donde acuden los alumnos de secundaria que hacen como que estudian (“Es que aquí se puede hablar”, me dijo uno cuando le pregunté por qué no se iban a otra sala).
La veía por encima de la pantalla y comencé a observarla. Tendría unos 50 años, pelo corto oscuro y mal cortado. Ropa limpia y anodina, puesta sin pensar. Hace no mucho tiempo debió ser bella; lo era aún seguramente.
Estaba allí, en un espacio pensado para niños, mordiendo la punta del lápiz, con aparato en los dientes, como una adolescente. Y una expresión absolutamente concentrada, ajena a todos, contando con los dedos, perdida en dificilísimas operaciones matemáticas. Me asomé más aún: con letra infantil se distribuían pulcramente unas multiplicaciones que ella intentaba resolver en las hojas cuadriculadas de una libreta.
En la mesa de enfrente, algunos adolescentes copiaban de libros; supuestamente, elaboraban un trabajo. Más allá, otros reían sin pudor, ajenos a ella y a los ritos y conductas que una biblioteca exige.
La mujer seguía calculando. Pasó casi una hora. Desprecié a los jóvenes que había a mi alrededor; también desprecié la insignificancia de mis quehaceres.
No le dije nada. ¿Cómo mostrar con palabras el infinito respeto que me inspiraba?