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lunes, 29 de septiembre de 2014

NO SÓLO MURAKAMI

Un compañero de trabajo me habló de La fórmula preferida del profesor, de Yoko Ogawa, cuyo tema es éste: un profesor de matemáticas ha perdido la memoria reciente y la familia contrata los servicios de una asistenta para cuidarlo y hacer las tareas de la casa; es madre soltera y acaba llevando a su hijo a la casa del profesor, que le ayuda con los deberes y lo introduce en la afición al béisbol. Una historia rara, cuyo mérito está en el modo, no en el contenido. Es curioso cómo algunas historias las lees hipnóticamente, como si las frases te envolviesen y se convirtiesen en el centro de tu atención.

Algo parecido me pasó con El jardín del samurai, que cuenta la historia de un joven japonés que convalece de su enfermedad en China, donde se hace amigo de un sirviente y conoce al amor secreto de éste. Parece que no hay tema para una novela, pero se trata de la historia más hermosa y delicada que he leído en años. Me reservaba para la noche seis o siete páginas, porque no quería que se terminase. Muy bello. Desde mi ignorancia, y con mucha prudencia, diría que es lo más zen que he leído.

El último descubrimiento ha sido Hiromi Kawakami, una mujer de la que leí en primer lugar El cielo es azul, la tierra blanca. Se trata de una historia de encuentro entre una mujer de 38 años y su antiguo profesor del instituto. Hablan en bares, beben sake hasta la embriaguez… Realmente suceden pocas cosas, pero, como en las anteriores, el tono es lo que importa. Pasan las páginas y no nos importa más que ese modo de llevarnos por la historia, tan leve como la seda, tan delicada. Algo que brilla como el mar, de la misma autora, me proporcionó la misma sensación: un estado de ánimo más que una historia. Me siento algo ridículo contándolos, no importa qué sucede, es el tono moroso y deliberadamente lentísimo, fenomenológico, esa extraña mezcla de mundo espiritual y vivencias de piel.

Advierto que no gustarán a todos. Esos amantes de la velocidad vertiginosa, de las historias extraordinarias, quedan fuera, no resistirán las diez primeras páginas. Pero la experiencia de la literatura japonesa, hasta donde yo llego, es algo que merece la pena. Soy consciente de que es apenas la pequeñísima punta del iceberg de una cultura que ni conocemos, ni entendemos, aunque a veces la contemplamos desde la distancia con romanticismo cultural, algo peligroso, por lo que también me atrevo a recomendar la novela de Amélie Nothomb Estupor y temblores, que es una narración sobre el Japón actual -concretamente el mundo de la empresa- contada por una occidental que no encaja en sus códigos (¿no sabe?, ¿no se lo permiten?). No está mal incluirla en el lote.

martes, 23 de septiembre de 2014

MONO DE CINE


De cine, no de películas.

Porque películas emiten las distintas televisiones a todas horas, todos los días. Pero de lo que yo tengo mono es de ir al cine. Rarito que es uno. Porque son 8-10 euros por algo que puedo ver en la pantalla de casa por la patilla, en pijama, con el single malt en la mano.

Sin embargo, prefiero el cine.

Tal vez por una impronta infantil, que uno se ha pasado muchas tardes de sábado y domingo en la sala oscura, horas y horas, programas dobles, especiales, pendiente de la pantalla grande, para que ahora la sustituya un plasma más o menos decente. Pues no.

El verano es malo para el asunto fílmico. No recuerdo ningún julio ni agosto en los que haya ido al cine y regresado con sonrisa de oreja a oreja. Por lo general es cine kleenex, palomitas y refresco,  salas vacías en las que hace un frío que pela. El menú de las multisalas es de saldo. Únicamente me satisfacían las terrazas de verano, programa doble, bocadillo a la fresca. Pero creo que el placer de la película era aquí secundario y a veces solo se trataba de repasar películas.

Estamos en septiembre y acaba de entrar el otoño. Llevo desde finales de mayo sin pisar una sala. El cine-club comienza en octubre. Tengo mono. Leo por enésima vez la programación de mi ciudad: nada me interesa.  El problema debe estar en mí.

Pero tengo mono. De cine. 

miércoles, 17 de septiembre de 2014

HISTORIAS DE LIBROS Y LIBRERÍAS

Me está esperando en la estantería el libro que me regaló Coeliquore este verano a raíz de su Concurso de Relatos. Es Amistad de juventud, de Alice Munro. Leí alguno de los cuentos que lo componen hace unos meses, pero no todo el volumen. Y confieso que me cuesta empezar, porque permanece asociado a ella y al hecho de que no le podré decir lo que me gustó (o al contrario).

Ayer por la tarde estaba pensando que éste será el primer post en el que ya no puedo esperar su comentario. Por alguna extraña razón lo meditaba mientras leía un artículo sobre librerías en la revista Mercurio. Tal vez por lo fácil que es siempre hablar de libros. Y mi cabeza me ha llevado a las librerías que frecuentaba o frecuento.

Hace tiempo yo era un incondicional de la FNAC, y ahora me pasa al contrario: no tolero ese aire de almacén ni la ignorancia de los dependientes que me he encontrado las últimas veces. Admito que la casualidad es posible, pero hace 10-15 años era admirable su conocimiento y su amabilidad; ahora la segunda existe, pero el primero no tanto. Repito que no generalizo: simplemente narro una experiencia que no tiene valor de ley.

Cuando llegó a España tenían un espacio para que leyeras con calma. Había música clásica o jazz, era amigable. Después, ese lugar se redujo a la categoría de rincón para finalmente desaparecer, engullido por el negocio. Ellos verán y harán sus cálculos, a mí me pareció un gesto de antipatía y no sé si antieconómico. Insisto: ellos verán.

La última vez que fui con gusto llevaba de la mano a mi hijo que aún era pequeño. Fui a la sección infantil, cogí un Mortadelo y comenzamos a recorrer la tienda. Él iba leyendo y yo hojeaba libros, seleccionaba, guardaba en la cesta. Soy un poco lento y mi hijo pasaba una página y otra. Así bastantes minutos: literatura, poesía, filosofía, viajes, novela histórica, novedades… Finalmente, se nos acercó un vigilante de seguridad que, con modos de mandril, me informó de que no se podía hacer eso. “¿Eso qué?”, dije yo, ignorante de mi falta. Me señaló al muchacho, que le miraba un tanto intimidado: “Leer por la tienda si no va a comprar”. “Es que sí iba a comprar”, repliqué yo, “pero he cambiado de idea”. Dejé los libros allí mismo, en su cestita y nos fuimos. Le dije a mi hijo que no nos querían como clientes y le compré otro Mortadelo en el quiosco más próximo.

Es posible que me tropezase con el único antropoide que empleó ese comercio, pero su exceso de celo me expulsó de un lugar en el que había pasado horas, muchas de ellas leyendo páginas de libros que no hubiera comprado a ciegas. También tengo en casa algún CD fruto de esas lecturas autorizadas que asocio para siempre al placer de ese tiempo en aquel lugar enmoquetado y amistoso.

Ya no voy allí a no ser que acompañe a alguien.

En 1989 estuve en Madrid y pregunté tímidamente a un empleado si tenían algún disco de Wim Mertens, que entonces era poco conocido. “Desde luego”, me dijo, y me señaló donde estaban. Sin necesidad de desplazarse a las baldas, me informó de que, excepto dos, los tenían todos, y se ofreció a pedirlos si eran ésos los que quería. Conocía al músico y todos sus discos. En la misma tienda, FNAC de Preciados, pregunté a otro empleado hace tres años por la última grabación de Mertens: no sabía quién era.

No sé por qué escribo esto cuando me acuerdo de Coe. Tal vez porque nos reímos juntos de una librería de Valencia que tenía pulcramente ordenados los volúmenes. Tanto que el autor de El nombre de la rosa aparecía en la hache: Humberto Eco. Ya puestos, Humberto Heco. From lost to the river.

Para Coe, desde luego.

martes, 9 de septiembre de 2014

ADIÓS, COE

Al contrario que a algunos amigos, a mí no me salen las palabras. Llevo casi dos días pensando que debo escribir algo y no sé hacerlo. 

Coeliquore ya no entrará más a este blog. Y el suyo sigue abierto, esperando que leamos y releamos, que nos comentemos unos a otros. Con su silencio. Es casi imposible concebirlo.

Coe hizo 190 comentarios en esta bitácora, 32 como Elena P.G. (era ella) y algún que otro pseudónimo más, según supe después. No recuerdo ninguno banal, irritante o prescindible.

Tuve el placer de conocerla face to face. Recuerdo que al minuto de estar hablando ya era como si nuestra amistad tuviera trienios. Era una persona confortable en las distancias cortas. De fácil y ágil conversación. La veía de año en año, en verano siempre. Algunas de las citas eran para hacerme solemne entrega del premio de relatos que lleva su nombre. Éramos tres, siempre tres: ella, CrisC y yo. Una cerveza, unas risas, muchas palabras. Este mes de julio nos despedimos: hasta pronto, pensando que en agosto podríamos encontrarnos de nuevo. Me emplazó para su próximo concurso de relatos.

El último post de mi blog en el que escribió fue “El miedo”, el 1 de agosto. Decía allí que si un post tiene música es lo primero que miraba. De manera que sólo puedo volver a escuchar la música que allí puse, Ludovico Einaudi, como un regalo para ella.

Te echaré de menos. Ya no me vas a enseñar cuál es el secreto para redactar así de bien con tan pocas palabras. Tendré que buscar otros lugares donde escribir y otras personas que me escuchen y a las que escuchar. Pero serán otras.

Gracias. No sé decirlo mejor.


http://coeliquore.wordpress.com/

domingo, 7 de septiembre de 2014

NEGLIGENCIA

Todos hemos asistido al chou de los padres que esparcen a sus hijos para que campen a sus anchas en lugares públicos. A todos nos han arruinado una comida familiar, una cena romántica, esos bichos gritones entre las mesas del restaurante, sin que ningún camarero ni comensal ose afearles la conducta. También los hemos padecido en playas y piscinas, impunes en sus correrías, juegos con pelotas o batallas de arena/hierba; y los socorristas y vigilantes a su bola, no vaya a ser que aparezcan las bestias ágrafas o negligentes engendradores que responden por ellos. Bueno, eso de que responden… Mascullan, vociferan, amontonan las palabras, bombardean insultos en un idioma que podría denominarse “el español con cien palabras”. O simplemente siguen mirando hacia otro lado, si es que están en los alrededores, pues a veces simplemente los dejan ahí y escapan unos minutos u horas (a ellos se les hacen minutos, a los demás horas).

Negligencia es la palabra. Negligente es aquél que debe hacer cumplir una norma y no lo hace. Negligente es el dueño de ese restaurante que no invita a los padres a marcharse o a hacerse cargo del rebaño desbocado. Negligente es el segurata o socorrista que pasea mirada por escotes pero jamás la detiene en las hordas de bicharracos que se enseñorean por los espacios cuya vigilancia tiene a cargo.

Estuve hace poco en un restaurante en el que un infante berreaba sin pausa. Tres mesas a su izquierda, una joven madre comía con alguien que podía ser su padre y con alguien que seguramente era su hijo. Lo único que oí de ellos fue su sonrisa y lo único que me molestó fue que ella no se levantase para darme su teléfono. En esa mesa había educación, felicidad, armonía. Ella llevaba una camisa oscura y su único adorno era su saber estar. El niño (dos o tres años, me pareció) la miraba, comía, reía con sentido del espacio compartido, algo que muchos adultos no han aprendido nunca. Imagino al padre de ella, de espaldas a mí, con los ojos humedecidos al ver los resultados del trabajo.

La tierra no produce sola.

lunes, 1 de septiembre de 2014

A TI NO TE CUESTA


Hoy empieza el curso. Los profesores, ya se sabe, trabajamos más bien poco; por eso dedico estos días a corregir y preparar las asignaturas que debo impartir en vez de disfrutar de la playa... Junto a nuestro trabajo con alumnos (horas lectivas) tenemos otros quehaceres mucho más tediosos: papelería, reuniones improductivas y toda clase de actividades sin muchachos.

No es infrecuente que, además de todo esto, los equipos directivos de los centros nos pidan “colaboración” con otra serie de tareas que no son obligatorias, pero que se considera -desconozco la razón- que debemos hacer. Entre ellas figuran la organización de viajes de estudios, jornadas culturales o redacción de artículos en la revista del instituto. Entre otras.

Alguna vez he preguntado ingenuamente cuánto pagaban por realizar tales trabajos, a lo que se me ha contestado con frases de este tipo: “Todos tenemos que arrimar el hombro”, “Hay que poner en valor el instituto” o “A ti no te cuesta”… Esta última me provoca el reflejo de escupir en la cara al que profiere tal chorrada. Alguna vez he replicado con exquisita educación que se debería pedir la misma colaboración al fontanero para que arreglase las cisternas en su tiempo libre, o al que repara los radiadores, o al personal de limpieza: seguro que a ellos tampoco les cuesta…

Suelo argumentar en dos direcciones: a mí sí me cuesta y soy un profesional que tiene la costumbre de cobrar por su trabajo. De modo que, como no espero que mi mecánico venga generosamente a mi casa una vez ha terminado su horario en el taller para ajustar el cigüeñal de mi coche (si tal pieza aún existe), tampoco yo estoy dispuesto a emplear mi tiempo en mostrar a sus hijos los secretos de la filosofía por el módico precio de cero euros. Es que sí me cuesta.

Esto sucede año tras año, con gobiernos autonómicos y nacionales de todos los colores, que banalizan de este modo nuestra tarea y conocimientos, y con los que colaboramos activamente, gratis total, con un voluntarismo que está bien en una ONG pero no en tu puesto de trabajo.

Si la cosa va de humanidades, aún más. Y si se trata de actividades artísticas, ya es de traca.

Aprovecho la ocasión para hacer publicidad. Iribú es una artista extraordinaria y profesora de plástica en un par de idiomas cuando a la Consejería de Educación le viene en gana contratarla. Además de expandir su saber en las aulas, hace cosas interesantísimas, entre ellas el cuadro que preside el salón de mi casa. Además, pueden comprarse camisetas y otras prendas diseñadas y pintadas por ella en las direcciones que pongo más abajo. Y, mi última adquisición, una agenda escolar que a todos nos viene bien en estas fechas. Un lujo. Es una amiga, desde luego, no voy a publicitar aquí las tonterías del tipo que nos revuelve el estómago. Y estoy seguro de que a ella le cuesta, de que todo lo que hace lleva su esfuerzo y su tiempo y que no puede ser gratis.