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miércoles, 25 de febrero de 2015

LOCKE

Si tuviera que decir de qué va esta película diría sin dudarlo: sobre el deber. Es una película kantiana a lomos de un BMW.

Es una rara película. Sé que hay otras de personaje único en situación opresiva (Buried, entre otras), pero aquí hay algo muy original. Apenas unos minutos para darnos la información precisa: en una gran obra se termina la jornada. Alguien se quita la ropa de trabajo y se mete en su todoterreno. Y empieza el drama. Siempre dentro del coche, un sólo personaje en pantalla.

Ivan Locke no conduce hacia su casa, sino hacia Londres, a hora y media de donde está. Allí hay una mujer a punto de parir, él es el padre. Mientras las angustiadas llamadas de una amante ocasional se suceden al mismo tiempo que aumenta la dificultad del inminente parto, van entrando a través de su manos libres otras relacionadas con trabajo. Es el jefe de obra y debe estar a primera hora de la mañana comprobando la descarga del hormigón. Nadie puede hacerlo por él, le dicen.

Pero Locke prioriza, tasa los valores y decide: ha escogido lo correcto, no lo bueno, no lo que le satisface y le hace feliz, sino lo que debe hacer. Lo que se debe hacer.

El tercer foco de problemas es su familia. Dos hijos adolescentes (parece) y una mujer a la que no tiene más remedio que decir lo que ocurre. Ella se desmorona y posteriormente transita hacia el resentimiento a través de otras llamadas. Locke quiere hablarlo, le explica, pero las palabras no bastan en un discurso tan teñido de emoción que hay un derrame sentimental sin sutura posible. Sin embargo, Locke sigue haciendo lo correcto: le propone discutirlo al día siguiente, porque debe estar con la amante de una sola noche en el momento de dar a luz, es lo correcto. Y después intentará arreglarlo todo.

Su jefe le llama, su subordinado también. Tiene que estar en la obra en unas horas, de madrugada, pero Locke les explica sin alterarse que su compromiso es con el bebé que va a nacer: ha de estar allí. Es lo correcto. No es preciso ser adivino para saber que va a ser despedido. Pese a lo cual, sigue dirigiendo telefónicamente la recepción del hormigón (nada de C5, ha de ser C6). Su subordinado está recibiendo no una lección de arquitectura o albañilería, sino de honradez y coherencia. Locke está despedido, pero se lo debe al trabajo bien hecho, al edificio, a lo que ha de hacer. Lo correcto.

Le reprocha su mujer que siempre ha amado más a sus edificios que a su familia. Se equivoca. Locke es un perfeccionista no patológico sino moral. Lo correcto: me gustaría contar las veces que aparece esa kantianísima expresión en la película, en sus escasos 85 minutos.

Y lo correcto es lo que no hizo su padre, cuya figura aparece ausente pero con el que discute: Locke dará a ese hijo su apellido, estará, no será un hijo bastardo como fue él. Ese padre con el que habla es el único que le hace alterarse. Su padre no hizo lo correcto, pero él sí lo va a hacer. La película tiene también una lectura psicoanalítica.

Se quedará sin familia, sin casa y sin trabajo. En poco más de una hora lo ha perdido todo. Pero es un héroe moral, una persona coherente que sólo ha hecho lo que cualquiera debería hacer.

El final es grandioso. Por su sencillez, por su cierre poético y lógico a la vez.

Bella música, hermosa fotografía, guión muy sólido, buen ritmo. Una lección de cine.

Aburrirá a muchos, desde luego. Y qué me importa.






jueves, 19 de febrero de 2015

LA ESCUELA DE ATENAS


No es necesario explicar que La escuela de Atenas es un cuadro de Rafael que puede contemplarse en los Museos Vaticanos. Desde luego, merece la pena pagar la nada barata entrada porque, además, al final vamos a entrar en ese lugar maravilloso y emblemático que es la Capilla Sixtina, con los frescos de Miguel Ángel (atiborrado, por cierto). 

La escuela de Atenas es menos conocida y no está rodeada de hordas de turistas fotografiadores. Yo pude demorarme 15 minutos, hasta que la cara descompuesta de mi hijo adolescente me sacó del arrobamiento. 

En Internet se halla mucha información al respecto, con los nombres de todos los sabios de la Antigüedad. Pero a mí me interesa el centro del cuadro, el pilar que sustenta la cultura de Occidente. 

Platón sujeta entre sus manos el Timeo. Apunta hacia lo alto con el dedo. El conocimiento está allá arriba, en las ideas, separado, aislado, esperando el descubrimiento y su aterrizaje traidor, la reminiscencia de las almas puras, de oro. Pero este mundo, éste del más acá, sólo es provisional, contingente, una ruina. 

Me gusta el gesto de Aristóteles, a su lado, serio y respetuoso. Mira a Platón más de lo que el maestro lo mira a él, que le sabe un discípulo aventajado que matará al padre. Aristóteles, sin embargo, sí tiene sus ojos frente al maestro. “Platón -parece decir-, todo te lo debo, pero me debo más a la verdad. Todo conocimiento debe partir de lo sensible. Te equivocas”. Por lo tanto, con la palma abierta, apunta a una terrenalidad originaria: todo conocimiento viene de aquí, lo que no significa que termine ahí. “Platón, estás comenzando la casa por el tejado, baja la vista, convive con la physis”, podríamos decir que piensa. Incluso, los más atrevidos, sugerirían una colleja amistosa y cordial: “Que no, boss, que lo primero son las cosas y luego ya veremos. Te estás columpiando”. 

Mientras miro el cuadro de nuevo reparo en sus pies, en los que nunca me había fijado. Platón va descalzo, qué raro, mientras que Aristóteles luce unas sandalias very fashion, moda hoplita del IV before Chist. A Platón no parecen importarle las servidumbres de este mundo y sí las ideas a las que apunta: la filosofía es preparación para la muerte y lo mejor es dar el triple salto mortal. No es paz y amor prehippie: es misticismo gnoseológico, un atrevimiento intelectual destinado a desarrollos medievales, idealistas varios y creadores (algunos muy peligrosos) de utopías. 

Y Aristóteles con sus sandalias. Pegado a la realidad, con problemas de juanetes. Sabe que su peripatética filosofía produce dolor de pies. Y que las utopías son el fuego de los dioses, mejor no arriesgarse y apostar sobre seguro; o al menos apostar por lo probable. Por eso, aventuro, el libro que sujeta es la Ética. No sé cuál de las que escribió, quiero creer que la Ética a Nicómaco, uno de los textos más sensatos y profundos que he leído. Y que deberían leer no sólo todos los estudiantes de filosofía, sino también los de psicología, si es que no se limitan a medir y también quieren entender, pues la filosofía no sólo explica la vida, sino que consiste en una reflexión racional para la vida. 

El justo punto medio, la prudencia, las virtudes de la acción… 

Aristóteles mira al maesto: su paradigma no le convence, pero estamos hablando de Platón, al que todo debe. Amicus Plato… 




sábado, 14 de febrero de 2015

MOLESTADORES

¿Por qué hay tanta gente molesta? Son más que molestos, son molestadores, palabra que recoge el Casares, pero no el DRAE. Me parece que la educación, tan necesaria, juega aquí una mala pasada, pues los que no la poseen son menos molestados: sueltan un exabrupto y se acabó.

Entiendo por molestadores aquéllos que insisten en algo que no has solicitado, y siguen dale que te pego, rara-raca, incansables, sin darse por aludidos ni ofendidos ante tu mesurada negativa.

Unas veces tienen la forma de teleoperadores, que importunan desde cualquier lugar del mundo a cualquier hora y -pertrechados como están por sus argumentarios- no entran en un razonamiento racional (valga eso que se dice siempre) sino en un diálogo que conduce siempre a la oferta no solicitada y su necesidad irrenunciable.

Otros muy molestos son los que te asaltan en plena calle. Me da igual si ofrecen un descuento en el restaurante o si solicitan un donativo o adhesión a cualquier causa, por noble que sea. Un ejemplo: pasear sin ser importunado cada diez metros por la calle Fuencarral, en Madrid, es simplemente imposible. Supongo que las ONG conseguirán así buenos dineros, que falta les hacen, pero a mí se me hace antipática cualquier causa que actúa así.

También me resulta muy molesto que se cuelen ciertas personas en el blog. Como todos sabéis, ha estado abierto a cualquiera, salvo en dos ocasiones. En la primera tuve que “moderar” porque un cretino lo utilizaba para faltar al respeto a una comentarista habitual. Al final se cansó de gastar tiempo y palabras que nunca veían la luz. Unos meses después apareció otro de ésos; primero era inoportuno, luego grosero, finalmente insultador. Así que decidí finalmente reinstaurar la censura/moderación: se cansó. Lo que no comprendo es que a la gente que no le gusta lo que escribo siga leyendo y despotricando, con la de páginas que hay en internet para todo el mundo, incluidos ciertos vomitorios y cloacas del comentario. Esto vale, desde luego, para cualquier blog o página en la que se cuela sin pudor toda la caterva de amargados y resentidos del mundo. (No incluyo aquí a aquellos que dicen naderías o a quienes emiten educadamente opiniones que no comparto: son bienvenidos ambos).

Por supuesto, en lo que digo no hay un denominador común. Estoy seguro que esos recaudadores de Cruz Roja, Amnistía Internacional, etc., no quieren molestar y su causa es nobilísima, más aún ahora que los gobiernos han renunciado no sólo a la solidaridad, sino a la caridad elemental. Los teleoperadores, por su parte, son obligados por un salario de mierda y unas condiciones de trabajo más mierdosas aún (no hablo de oídas), de modo que tampoco creo que haya que ser grosero con ellos (recomiendo a todo el mundo que se apunte en la lista Robinson). A los del tercer grupo, qué les voy a decir…, pues eso, que amasen sus panes con harina de calidad en lugar de con bilis, que busquen lugares de dicha y afinidad que aquí no encuentran. Que me dejen tranquilo con mis amigos y que se vayan ellos con los suyos.

Es gracia que espero merecer. Y aquí paz y después gloria.

sábado, 7 de febrero de 2015

VIAJAR Y LEER


No todos tienen esta manía o costumbre, pero yo viajo siempre con un par de libros al lugar que visito. Libros de allí, claro está. Uno es la imprescindible guía. El otro suele ser una novela o libro de poemas. La resaca del viaje hace el resto: sigo leyendo una vez he vuelo.

Para visitar Lisboa recomiendo El libro del desasosiego, de Pessoa o bien unos poemas suyos para ser leídos en el barrio de Alfama mientras el atardecer se derrama sobre el Tajo. También serán buenos compañeros Antonio Tabucchi (Sostiene Pereira) y Antonio Muñoz Molina (El inverno en Lisboa y la reciente Como la sombra que se va).

A Sicilia me llevaría las obras completas de Andrea Camilleri y su impagable comisario Montalbano. A Barcelona todas las aventuras del charnego investigador Pepe Carvalho, precisamente de Vázquez Montalbán.

A Turín me llevé a Pavese, a Nietzsche y, especialmente, a Primo Levi. Estar delante de los lugares en los que vivieron, frecuentaron o enloquecieron es una experiencia tan emotiva como visitar catedrales o museos. Aún más.


Casi nadie visita Estocolmo sin haber oído hablar de la trilogía Millenium, y de su gran hallazgo: la insociable hacker Lisbeth Salander. Por cierto, hay una ruta por los lugares que describen sus cientos de páginas. Un poco más al sur, en Escania, el inspector Wallander nos muestra sin concesiones lo peor de la sociedad sueca. También en Noruega ocurren cosas poco paradisíacas, si hacemos caso al escritor Jo Nesbø. Y en Islandia, que he descubierto hace poco de la mano de Arnaldur Indridason. El ideal escandinavo ha cambiado desde que leemos su narrativa. Incluso el divertidísimo Arto Paasilinna nos muestra una trastienda de Finlandia poco apetecible.

El Edimburgo descrito por Robert Louis Stevenson en El extraño caso del Doctor Jeckyll y Mr. Hyde ya no existe, pero qué importa: perseguimos ecos, huellas. Podríamos huir de allí con él a los mares del sur y leer El diablo en la botella. O con Jack London, o con Poe… Siempre viajes.

En París es imprescindible detenerse en el Café de Flore, en el que Sartre y Simone de Beauvoir bebían y escribían. Y, al cruzar la calle, cenar en el Lipp’s, en el que podíamos encontrar a mediados del pasado siglo a Albert Camus. Ya no están, y su presencia sólo se nota en el exagerado precio de las consumiciones.

A Grecia me llevaría sin dudarlo el poemario de Enrique Badosa titulado Mapa de Grecia, cuyas páginas amarillean al mismo tiempo que mi pelo encanece. Me enseñó que “ni siquiera es amarga la cicuta, / si debemos brindar por la verdad”. Y le pondría la banda sonora de Lluís Llach, que tradujo a música el eterno poema de Cavafis.

Y luego está Verne. Y toda la ciencia-ficción.  Pero esos son otros viajes y será otro día.