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martes, 29 de noviembre de 2016

DECÁLOGO DE BERTRAND RUSSELL

Sé muy poco sobre este escritor, uno de los últimos grandes en más de una disciplina (Matemáticas y Filosofía). Tengo una Historia de la Filosofía Occidental, de la que es autor y que leo con placer porque Russell no expone otros autores sino que discute con ellos.

Leí hace tiempo su interesantísima Autobiografía, que recomiendo a todos. Su vida, no sólo lo que pensó académicamente, sino su compromiso con la sociedad, es un ejemplo.

Regalo muchísimo La conquista de la felicidad, que tengo para mí como el mejor libro de autoayuda que he leído (he leído pocos, la verdad).

También me maravilló una novela gráfica titulada Logicomix, de la que él es hilo conductor. Va de lógicos y matemáticos, pero también del convulso siglo XX. Que nadie se la pierda.

Viene esto a cuento de que hace unos días asistí a una conferencia de Victoria Camps. Habló de la libertad, de sus límites y sus espejismos. Terminó leyendo alguno de estos “mandamientos” cuyo enlace cierra este post. Yo no los conocía, pero me parecen de aplicación obligatoria.

El último enlace es de un programa de Fernando Savater sobre Russell.





domingo, 20 de noviembre de 2016

HISTORIAS DE MÓVILES

1.

Convoqué a los padres de mis tutorados a la preceptiva reunión a comienzos de curso. Les indiqué que el uso de los móviles estaba prohibido en el instituto. Mientras lo hacía, cuatro de ellos (cuatro de veinte) trasteaban con el cacharro.


2.

El jueves pasado, al salir del centro, comentando el asunto con una madre y conocida fuera del curro, me lo confirma: muchos padres dicen que sus hijos van con móvil a clase porque quieren tenerlos localizados. ¿Quiénes somos los docentes para prohibirlo?


3.

Un profesor que tiene a sus hijas en segundo ciclo de la ESO me dice que no sólo no llevan móvil al instituto, es que ni siquiera tienen. Casi le estampo un beso en los morros. Por cierto, las chicas son igual de sociables y no tienen especiales traumas.


4.

He ido a un festival de cine con los estudiantes. Les advierto en clase y en la puerta de que los móviles deben estar apagados; no en silencio: apagados. No ceso de levantarme para reconvenirles por su nula obediencia. Uno de ellos está grabando los cortos. Me pongo delante de él y le digo con malos modos que o lo apaga inmediatamente o se lo come. Espero que me llame el Jefe de Estudios por mi (supuesta) grosería, pero no, menos mal.


5.

Voy a ese mismo festival el sábado, tras la cena, adultos, cine lleno. Estoy en la fila 9. Nunca hay menos de diez pantallas encendidas. Han advertido antes de la proyección de que los móviles debían estar apagados. Ni caso.


6.

Dos semanas después voy al teatro. Sólo consigo entradas en el gallinero, casi al fondo. Cuento pantallas iluminadas, alguna menos que en el cine, pero siempre hay alguien mirando el teléfono. No sé por qué los actores no interrumpen la función.


7.

Concierto de jazz. Más de lo mismo. Fila 11, al final. Pequeño local. Siempre hay alguien que necesita saber la hora o conversar por whatsapp. Siempre hay alguien filmando con la pantalla en alto: imposible no verla; llego a contar 9 personas filmando. ¿Por qué el grupo no se detiene y llama a la policía, pues se está grabando sin su consentimiento un concierto, lo que explícitamente indica en la entrada que está prohibido?


8.

El instituto decide ponerse más duro con el asunto. Han aparecido filmaciones en la red hechas en clase. Ignoro la razón por la que no se pone en conocimiento de la policía.


EPÍLOGO

Todo el mundo es más importante que yo, que dejo el móvil en un cajón cuando llego al trabajo. Todo el mundo tiene que estar localizado por su apasionante vida y su imprescindible persona (lo que no le impide ir al cine, al teatro, a conciertos…).  No soy nadie.

Me apetece enormemente, cada vez más, quedarme en mi casa, ver pelis gratis, oír música gratis, no estar pendiente de esos tipos que me molestan y me distraen.

Debo ser muy raro. 





lunes, 14 de noviembre de 2016

PATRIOTISMO

Hace tiempo que no toco temas políticos. Es raro, con lo que tenemos sobre nuestras cabezas desde hace…

Pero hace poco más de un mes fue 12 de octubre, Día de la Hispanidad, de España, de la Raza, como se decía antes, ignorando que la raza que menos merece ese nombre (por impura, por mestiza) es la española.

Leí alguna cosa sobre el patriotismo. Y me parece que es palabra confusa, de límites demasiado borrosos, pese a que algunos deseen hacerla precisa, mayúscula y obligatoria (no hablo sólo del nacionalismo español, sino de esos otros periféricos, no por ello menos nacionalistas, pese a su empeño en decir que lo son defensivamente)

Una cosa es la Historia, que debería estar fuera de las discusiones pasionales y otra los sentimientos. Tampoco es lo mismo que uno sea el último eslabón de una cierta secuencia histórica que poseer derechos históricos, porque tal cosa es una convención variable, por mucho que nos obstinemos en lo contrario. La Historia no da derechos, el derecho lo da (y lo quita) la sociedad, las leyes, las costumbres.

Además, la pertenencia es siempre porosa. No poseemos una identidad, sino muchas, alguna de ellas de corta duración y otras más permanentes (el lugar de nacimiento, el color de la piel…). Nuestra identidad se configura con las lenguas que hablamos, las personas que hemos conocido, nuestros deseos y aspiraciones, los libros que hemos leído, las películas vistas, los paisajes, las ciudades, las comidas, los dioses en los que creemos y en los que hemos dejado de creer. Los símbolos.

No entiendo a los que se envuelven en una bandera y odian a las demás. Tampoco a los que se ponen la mano en el corazón mientras suena su himno y, al terminar, insultan a cualquiera que haga lo mismo al ritmo de otra música.

Sin embargo, entiendo bien a los deportistas que ganan una medalla y se emocionan cuando izan la bandera y suena el himno. Es su esfuerzo y tras ellos hay un país que a menudo ha sufragado sus entrenamientos y pagado a sus entrenadores. Entiendo menos a esos otros aficionados que salen en manada banderil. Me parece bien la alegría, pero algunas conductas me evocan lo peor de la tribu: su pertenencia ciega y el odio al enemigo. Nada que reprochar a los que lo pasan en grande sin resentimiento, sin venganzas.

Me acuerdo de aquel seleccionador, Javier Clemente, que decía sentirse nacionalista vasco, pero que se levantaba cuando sonaba el himno español y decía que lo que sentía entonces era respeto. No se pide más.

Yo soy poco de banderas; me emociono fácilmente, pero no con ellas, menos aún con la de mi autonomía actual, de reciente invención. Tampoco con la de mi autonomía de hace años, que no me daba ni frío ni caloret. Igual soy muy raro. Lo que no he hecho nunca ha sido insultar a un rival ni golpear al de los otros colores.

Debemos repensar qué es el patriotismo. Pudiera haber un patriotismo económico, esto parece que a nadie le interesa. Pero si nos quedamos sin tejido empresarial (más aún) nuestros hijos van a tener que viajar mucho… Nos conviene a todos que haya empresas: importantes, pequeñas y no tanto. Parece, sin embargo, que el libre tránsito de mercancías y capitales no es lo mismo que el libre tránsito de personas, no vaya a ser que vengan estos extranjeros a ocupar mi puesto de trabajo: hay pocos curros disponibles, ya se han encargado de que haya pocos, con muchas horas y mal pagados, luego dicen que la culpa es del inmigrante… Darwinismo social se llama. A muchos patriotas de la bandera no les importa dónde se fabrica ni dónde termina depositándose el capital. Patriotismo asimétrico y olvidadizo…

Hay otro patriotismo que me interesa y del que se también se habla poco: somos un país muy generoso en algunos aspectos: donación de sangre y especialmente de órganos, los primeros del mundo. Y eso a cambio de nada, y sin saber a quién. Qué pena que ninguna OCDE ni ningún informe PISA recoja esta grandeza moral, más frecuente aquí que en otros lugares supuestamente más desarrollados.

Hace poco veía ese cuadro de Goya que tan bien nos retrata: “Duelo a garrotazos”. No comparto el fatalismo hispánico. O me gustaría que no fuera así, y que mirásemos el cuadro como un reducto del pasado. Temo que por ahora todavía nos reconocemos en él. Pero los pueblos no están destinados a nada, lo siento por los partidarios de la tesis del pueblo elegido (y por los que sostienen esa ficción neblinosa: el pueblo). Entre otras cosas porque los mestizos e híbridos no sabemos cuál es nuestro pueblo, nuestra pertenencia. A lo mejor es por eso por lo que no entiendo bien lo del patriotismo. Pero no me burlo de banderas, himnos y sentimientos ajenos. Simplemente, permítanme vivir al margen, en las afueras o en algún que otro solar de tan solemne territorio. O ser nómada, que es una opción.


Coda machadiana (del Juan de Mairena): “Que usted haya nacido en Rute, y que se sienta usted relativamente satisfecho de haber nacido en Rute, y hasta que nos hable usted con una cierta jactancia de hombre de Rute, no me parece mal. De algún modo ha de expresar usted el amor a su pueblo natal, donde tantas raíces sentimentales tiene usted. Pero que pretenda convencernos de que, puesto a elegir, hubiera usted elegido a Rute, o que, adelantándose a su propio índice, hubiera usted señalado a Rute en el mapa del mundo como lugar preciso para nacer en él, eso ya no me parece tan bien”.


sábado, 5 de noviembre de 2016

URBANIDAD

Ayer por la tarde llevé el coche al taller. Está en un polígono industrial. El joven encargado me ofreció llevarme a casa mientras lo reparaban, pero preferí caminar, aprovechando que la lluvia estaba en pausa. Había un híper a diez minutos y decidí hacer una pequeña compra.

Las aceras del polígono están en muy mal estado y son estrechas. Un poco antes de llegar tuve que detenerme porque un coche aparcado tenía la puerta trasera abierta, que ocupaba más de la mitad de la acera. Pasé despacio, lo justo como para observar que un niño de no más de cuatro años estaba recogiendo la suciedad del interior del vehículo (fundamentalmente papeles arrugados) y los dejaba caer en el exterior, en la calle, delante de mí. Me quedé mirándolo, con una mezcla de asombro y reconvención. Hasta que su madre apareció por el otro lado y me fulminó con la mirada, algo así como ¿quién eres tú para censurar a mi hijo, que está haciendo exactamente lo que yo le digo? Efectivamente, quién soy yo, de modo que seguí caminando.

Cien metros más allá, ya muy cerca del establecimiento comercial, otra madre con hijo, esta vez muy pequeño, meses. Ella lo sacó por la parte de detrás y lo introdujo después en el carrito. Pude verlo con sosiego porque estaba atravesado en la acera, completamente en diagonal, de modo que era imposible pasar. Esperé. No pidió disculpas, al contrario, también me miró aviesamente porque notó que me detenía a esperar, entre otras razones porque salir a la carretera me exponía a fallecimiento por atropello y porque estaba llena de charcos como el Coto de Doñana. Cuando hubo terminado de acomodar a su hijo, comenzó a empujar el cochecito de bebé, por el centro, muy despacio. No pude pasar.

Hice mi compra. Pagué. La cajera me dijo: Buenas tardes, caballero. ¿Necesita una bolsa? Su cambio. Gracias.

Después recogí el coche. No pagué (está en garantía). Me ofrecieron lavarlo (me negué: inútil trabajo con la lluvia). El encargado me acompañó hasta la salida, me dio las gracias y me deseó una buena tarde.

Camino de casa pensaba en si estos comerciales eran amables de un modo natural o por imperativo de la marca. Aunque fuera esto último, lo agradezco. Esa chonificación de las relaciones sociales me saca de mis casillas, me sorprendo a veces deseando tratarlos igual, sin amortiguación.

Después, estuve tomando unas cervezas con amigos. Hablamos de educación. Les dije lo difícil que es tratar con algunos padres (que me recuerdan a esos casos descritos antes) y lo maravilloso que es con otros, que entienden conceptos tan básicos como respeto, escucha, atención, esfuerzo, voluntad…

Y seguía lloviendo. Cuando salí, me crucé con un anciano en una acera especialmente estrecha. Me arrimé a la pared y elevé mi paraguas para que pasara. Me dijo gracias y noté que no era una fórmula gastada.